lunes, septiembre 10, 2007

El médico

- Doctor, me temo que tenemos un paciente inesperado... -anunció divertida la enfermera, asomándose por la puerta.
- ¡Otro más! Vaya días llevamos -resoplé.
- ¿Y qué esperaba?
- Un milagro, supongo -le respondí con ironía mientras ella volvía a su despacho. Dile que pase, pero prepara café. Mucho café.

A los pocos segundos entraba un personaje agitado. Con cierto enojo mal contenido, asió la silla por el respaldo, la separó de la mesa y se desplomó sobre el asiento. Tras una retahíla de suspiros y lamentaciones, me pareció distinguir un “Hola, doctor”. Al principio me hubiese sorprendido ese peculiar modo de presentación, pero desde hacía un tiempo se había convertido en algo habitual en mis pacientes.
Le correspondí con una sonrisa:

- Están preparando café, pero puede que le apetezca más una tila bien cargadita... -le dije risueño.
- Ahórrese el cachondeo, por favor doctor -me replicó algo resentido y con una voz enronquecida.
- Está bien, está bien -le serené. Pero sepa que la risa es un calmante natural. Empecemos por lo primero. ¿Cuál es su nombre?
- Perdone mis modales -respondió más relajado. Me llamo Ángel.
- Bien, Ángel. ¿Qué le aflige?
- Tantas cosas, doctor, que no sabría por dónde empezar –se lamentó-. Estoy molido –dijo tras toser.
- Le sorprendería saber la cantidad de pacientes que están molidos... Le agradecería que fuese un poco más preciso –dije mientras me incorporaba sobre el sillón. El cansancio empezaba a hacérseme notar, pronto necesitaría mi dosis de cafeína.

Sin prestar demasiada atención a mi sarcasmo, el paciente cerró los ojos, como intentando ordenar sus pensamientos. Inclinó ligeramente la cabeza y hundió varias veces su mano en la amalgama de pelo alborotado que le cubría el cogote. La retiró y, tras observar con mirada trágica los rubios mechones que colgaban de sus dedos, declaró amargo:

- ¿Ve?
- Entiendo. Podría tratarse de un principio de alopecia –dije adoptando una postura más profesional.
- Es posible... –carraspeó con un semblante abatido.
- Déjeme ver.

Le invité a que posase su cabeza sobre el escritorio, para evitar levantarme. Quizá parezca algo exagerado, pero llevaba encima una cansera descomunal. Necesitaba guardar energías.
Ángel frunció el ceño y deliberó durante varios segundos. Dudaba entre apoyar el cráneo sobre el montón de papeles o encajarlo entre el archivador y la urna con caramelos.

- Coja uno –le ofrecí-. Saben a gloria y le aliviarán la garganta..

Algo evasivo al principio, lo convencí tras mucho insistir. Cuando lo tuvo metido en la boca se le encendió la cara y brotó una momentánea sonrisa.

- ¿De qué son? –preguntó cuando se lo hubo tragado.
- Pues eso; de gloria.


Habiéndose decidido finalmente por el pequeño montículo de folios, Ángel se reclinó hacia delante y dejó caer su testa. Me puse a inspeccionar el cuero cabelludo y, para mi sorpresa, encontré varias entradas, en donde la piel adquiría un tono rojizo.

- ¿Se arranca usted el pelo a menudo? –le pregunté sin vacilar.
- Puedo explicarlo... –contestó algo apocado-.
- Adelante.

Ángel retiró la cabeza y se masajeó los cansados ojos.

- En parte se debe al estrés. Cada vez recaen sobre mi espalda más y más responsabilidades, y el tiempo mengua. Es exasperante. ¿Comprende lo que le quiero decir?
- No lo sabe usted bien –asentí enarcando las cejas.

Previendo una detallada explicación, decidí escribir las observaciones que había hecho antes de que se me olvidase. Así que tras remover la mesa y desordenar todos los cajones bajo la atenta mirada de Ángel, acabé por encontrar mi libreta y redacté unas cuantas palabras.

- Estoy preparado: relate –declaré.
- Verá, doctor. Como muchos de nosotros, soy pluriempleado. Y una de mis diversas actividades consiste en cuidar de person... –se detuvo por un instante-, bueno, más bien parecen niños. Ciertamente se trata de un oficio bastante agradecido, la verdad. O al menos lo era.
- Nos ha tocado vivir unos tiempos difíciles –le interrumpí.
- Y que lo diga. El caso es que yo me esfuerzo por cumplir mi función, pero me está resultando cada vez más complicado –dijo con una voz apesadumbrada.
- Sepa que no es usted un caso aislado –le dije como intentando reconfortarle-. Aunque supongo que ya se habrá percatado.
- Sí, lo estuve comentando con varios amigos del trabajo. Muchos están en la misma situación.
- Explíqueme qué le sucede con sus “niños” –le dije guiñándole un ojo.
- Llevo con la mayoría desde que eran realmente pequeños. Ya por entonces eran un grupo considerable, pero cada vez hay más.
- Entiendo –dije-. Le agobia tanto trabajo.
- No exactamente –me corrigió-. El problema no es la cantidad, ni mucho menos. Si yo disfruto ayudando, está en mi naturaleza... ¡La cuestión es que nadie me pide ayuda! Y eso que realmente la necesitan –dijo sentencioso-. Antes, cuando les urgía algo, me llamaban. Ellos ya sabían mi número de teléfono, así que era algo tan sencillo como marcarlo y esperar a que yo respondiese. Si querían que les acompañase dondequiera que fuese, ahí estaba yo para acompañarles. Pero poco a poco nuestra relación fue decayendo. Olvidaron mi número.
- Pero usted no el suyo, ¿verdad? –intervine.
- Exacto, yo no. También yo les llamé, para recordarles que seguía al otro lado de la línea.
Recuerdo nuestras últimas conversaciones. “¡Qué tal! Hace tiempo que no hablamos. ¿Qué es de ti? ¿Cómo te va todo? ¿Necesitas algo?”. Ellos no respondían. Y sabía que estaban allí, porque oía sus respiraciones. Les insistía: “Vamos , háblame, pídeme lo que sea, haré lo posible por ayudarte”. Seguían callados.

Ángel narraba tan expresivamente su historia que parecía que estuviese reviviendo esos momentos. Su dramatismo había acabado por despabilarme, al menos un poco.

- Entonces empecé a oír como un pequeño murmullo inseguro. Parecían querer decirme algo, así que les animaba: “¿Sí?”.
Colgaron.
Y así dejaron de hablarme.
Al no poder contactar con ellos por teléfono, decidí más tarde ir a su encuentro. Los esperaba frente a la puerta de sus casas. Sin embargo, al reencontrarme, vi que habían cambiado mucho. Algunos ya eran padres de familia, otros vivían solteros, pero todos ellos compartían muchas penas. Yo les aconsejaba, cuando los veía lastimosos. “Reconcíliate con tu padre” o “deja eso, acabará matándote”. Se negaban a aceptar que lo que oían era realmente lo que les haría progresar. ¡Me negaban!
Sí, me negaban, pero ¿cómo iba yo a dejarlos? Les empecé a hablar más fuerte. Tan fuerte que me quedé afónico. Mientras tanto veía como seguían estancados, como se hacían daño a sí mismos, y me llevaba las manos a la cabeza y miraba al cielo. Llegué a desesperarme, me sentía impotente. Literalmente, acabé por arrancarme los pelos.

Cuando Ángel terminó su monólogo, revisé mi cuaderno y lo cerré. Habiendo constatado la cualidad despejante de su oratoria y siendo que estaba volviendo a presentar signos de adormecimiento, procuré que siguiese hablando: “¿Qué más?”.
El paciente cerró los ojos y retomó su postura meditabunda. Durante unos segundos, estuvo cruzado de brazos, frunciendo un poco el ceño, como concentrándose en recordar sus dolores. Pero el tiempo pasaba, y Ángel seguía pensando. Finalmente, decidí actuar.

- Déjeme que le ayude –dije tras un disimulado suspiro-. Esas molestias, ¿estaban localizadas en una zona particular de su cuerpo?

Ángel volvió a abrir los ojos, como despertando de un profundo trance.

- Sí, el problema es que no recuerdo exactamente dónde me dolía –me contestó.
- Ningún problema –dije. Iba a pedirle que se estirase sobre la camilla para examinarle, pero en el momento en que surgió la idea, la fatiga volvió a cobrar presencia y lo echó todo a perder. Haremos una cosa –anuncié rascándome la barbilla y con mirada de ingenio. Haga lo que yo le iré diciendo. Me ayudará a reconocer la región afectada.

El paciente me miraba extrañado.

- ¿Cómo? –exclamó con duda en la voz.
- Usted siga mis indicaciones –reiteré.

A la vez que yo le iba orientando, Ángel se tanteaba, con cierto embarazo. Yo mientras tanto me esforzaba por controlar las bocanadas que articulaba de vez en cuando.
Hice que se palpase los pies, las piernas, el torso... Nada. Hasta que llegó a las alas. Por fin, profirió un tenue bufido: “Aquí, doctor”.

- Deje que vea –dije.

Por un momento me pregunté qué podía hacer para no tener que desplazarme demasiado. Pero pronto acepté que era necesario abandonar mi posición estática. Así que, tras reunir el valor suficiente, me impulsé con los pies y deslicé la silla hasta situarme detrás del paciente.

Primero miré qué tal andaban de reflejos. “Algo escasos...”, dije tras dejar el martillo sobre el escritorio. A continuación comprobé que no hubiera ninguna contusión importante. No mostraban ni cortes ni heridas, pero estaban anormalmente rígidas y entumecidas, y no cabía duda de que habían perdido gran parte de su albura natural. “Debe de haberlas sometido a un gran esfuerzo”, le comenté mientras terminaba de examinarlas. “Ya lo creo...”, contestó.
Tras este fugaz reconocimiento, volví a patinar hasta detrás del escritorio. De nuevo cogí mi libreta y escribí algunos comentarios. Cuando hube acabado, reanudé la conversación.

- Y, ¿a qué se debe ese estropicio? –le interpelé.

Mi paciente sonrió con apatía.

- Como siempre, al trabajo –recapituló-.
- Intente detallar un poco más –le dije tras reposar mi cabeza sobre el respaldo del sillón.
- Como le dije antes, mis ocupaciones son muy numerosas –mencionó-. Y junto con la de ser custodio, hay otra que está empezando a convertirse en un verdadero tormento –dijo un poco desolado: el portear. Ni se imagina lo engorroso que se ha vuelto desde hace un tiempo.
Al menos antes la gente intuía que un día u otro vendríamos a buscarlos, y claro, aprovechaban más el poco tiempo del que disponían. Cuando finalmente les llegaba la hora y nos veían aparecer, pocos se extrañaban, la verdad. Es más, la mayoría se alegraba de vernos. Manteníamos una amistosa charla a modo de saludo en la que les explicábamos los pormenores del trayecto y al poco tiempo ya estábamos de camino a casa. Como puede ver, todo se desarrollaba de un modo muy profesional. Nada que ver con lo que pasa hoy en día.

Yo asentía mientras escuchaba atentamente. También renovaba mi pose con cierta regularidad. Era un buen recurso para alejar la somnolencia.

- Parece que nos hayan olvidado –prosiguió-.
Resulta irónico. Últimamente les ha surgido la moda de los proyectos. Dejan de hacer lo que sea que estén haciendo y se ponen a cavilar en lo que harán cuando acaben el instituto, la carrera, cuando se jubilen. Y de tanto pensar en su futuro... acaban olvidando el presente. Entonces es cuando nos presentamos.
Curiosamente, la gente que no “cree” en el Después es la que más se abruma cuando ven que salimos a su encuentro. No porque estén confusos, ni mucho menos. Durante su existencia, por muy gentiles que fueran, vislumbraban la realidad, en lo más hondo de su alma. No, lo que les acobarda es ver como han despilfarrado su existencia. En nada, realmente.
Como comprenderá, éstos no aceptan tan fácilmente nuestra ayuda... Pero les extendemos la mano, esperamos, suspendidos en el aire. Al final siempre acaban asumiéndonos. A nosotros y a su destino. Pero eso no quita que al ir de aquí para allá sin descanso con una persona a cuestas acaba uno con lo que usted ha dicho, un estropicio en toda regla.
- Cómo va el mundo... –dije con socarronería cuando acabó de hablar.
- Dígamelo a mí –contestó Ángel.



El soliloquio me hizo pensar. Ciertamente las cosas habían cambiado. Yo también empezaba a notarlo. Las visitas no habían dejado de crecer desde hacía mucho, y el cansancio seguía la misma dinámica. Pero al menos veía que mi esfuerzo servía para algo... Yo tampoco podía renunciar. Yo tampoco quería renunciar.
Releí entre líneas los apuntes y saqué el vademécum del último cajón del escritorio. Tras consultarlo detenidamente, lo volví a dejar donde estaba, arranqué uno de los folios de mi cuaderno y escribí los nombres de dos medicamentos.

- ¿Qué me receta, doctor? –preguntó mi paciente.
- Tirabucina y Alacil. Los dos son cremas. La primera le aliviará el cuero cabelludo y favorecerá el crecimiento de sus rizos...
- Estupendo.
- ...siempre y cuando no se los mese –añadí-. La otra loción es para sus alas. Aplíquesela dos veces al día y en poco tiempo verá como recuperan su vigor natural.
- Perfecto –dijo Ángel mientras cogía la receta-. Muchas gracias, doctor.

Tras estrecharnos la mano, nos levantamos y le acompañé a la puerta.

- Suerte con su labor, Ángel, no se desanime –le dije mientras giraba el pomo.
- Ojalá le oigan los de abajo... –respondió sonriendo.
- Además, ¡trabajar es sano! –expresé sarcástico.

- Eso –contestó la enfermera desternillándose.
- Lo que me espera... –dije mientras observaba el abarrotado pasillo.

Entre revoloteos y voceríos angelicales, se oía el pitar una cafetera.