domingo, enero 29, 2006

La llegada

Prefería morir de agotamiento a quedarme en ese campo de muertos, así que seguí corriendo. Procuraba no mirar hacia abajo, porque si lo hacía estaría renunciando a toda esperanza de sobrevivir. No podría resistir el ver los cuerpos de mis amigos y hermanos esparcidos por la tierra. No aguanté mucho más de media hora de esfuerzo intensivo. Al llegar a la entrada del bosque, me desplomé exhausto. Fue en ese momento cuando empecé a considerar todo lo que había perdido. Cosas que, tiempo atrás, no habría sabido valorar como lo hice entonces. El olor de la leña consumiéndose y que nos calentaba cada noche, las aterciopeladas manos de mi madre e incluso a mis hermanas, a las que siempre decía odiar. Hasta ese momento no pude reconocer la verdad: las quería más que a nada. Allí, estirado boca abajo sobre el fango y la hierba, empecé a rememorar lo ocurrido desde hacía 6 meses.

Aquella mañana, desperté inusualmente pronto, sobresaltado por el alboroto de afuera. Al igual que a mí, el ruido había desvelado al resto de la familia. Estaba amaneciendo y la cálida luz del sol empezaba a bañar el prado donde vivo . Donde vivía. Confusos, mis padres, mis hermanas y yo salimos de la cabaña para cercionarnos de que no había empezado una guerra de tribus. Lo que vimos nos sobresaltó: cientos de lo que parecían gigantes, vestidos con deslumbrantes armaduras y montando extraños animales de cuatro patas, mucho más grandes que nuestras yamas. Se acercaban en grupo, lentamente, como una manada de lobos. Les dirigía alguien empuñando una gran espada. Lo que más nos extrañó fueron los largos pelos que les colgaban de la barbilla. Además, se comunicaban con un lenguaje totalmente desconocido para nosotros. La mayoría nos miraba con ojos extrañados, como nosotros a ellos, y muy de vez en cuando vociferaban algún grito en su singular idioma. Finalmente, los gigantes prosiguieron su camino, manteniendo siempre la formación. Por el sendero que cogían, debían de dirigirse hacia Tenochtitlán.
Lo que nos asustó, sin embargo, fue el hecho de que parte del grupo no siguiera al resto. Tras deliberar un corto tiempo, algunos de los individuos que formaban el grupo decidieron quedarse en nuestro poblado. El resto de la compañía reanudó la marcha.
El grupo estaba formado por 5 sujetos, a cada cual más intimidador. Todos llevaban sobre sí unos extraños artefactos con forma alargada, al lado de su sable. Empezaron a rondar por la aldea, observando con ojos curiosos algunas de nuestras frutas y plantas. A su paso, todos se escondían. De hecho, la mayoría se encerró en sus chozas.
Cada uno discutía sobre el origen de esos misteriosos seres. Algunos decían que eran dioses, portadores de paz y felicidad. Otros, por el contrario, los veían más bien como demonios venidos para extender discordia y sufrimiento. Los más eruditos intervinieron. Al parecer, hacía unos veinte años ya había sucedido algo parecido en el sur. Hombres de gran tamaño, extraño lenguaje y con instrumentos desconocidos habían llegado atravesando el océano. Se había especulado sobre su procedencia, y muchas personas, entre ellos el sumo sacerdote, consideraron que eran deidades venidas del cielo. Afirmaban que las profecías de los escritos se habían cumplido. Así pues, era obligación de todos servir sin rechistar las exigencias de esos dioses. Al poco tiempo se marcharon, no sin antes llevarse objetos de uso cotidiano así como plantas y piedras. ¿Podrían estos singulares seres ser esos dioses venidos años atrás? ¿Qué deberían estar buscando en el poblado?
Las discusiones fomentaron el miedo y el desconcierto entre la gente. Sin embargo, los forasteros se mostraban más interesados en las piedras preciosas y extraños tubérculos que en los debates que se realizaban. Su estancia no causó muchos problemas.
Unos meses después volvió el resto de guerreros. Eso alegró a la población, que ansiaba desde hacía tiempo la tranquilidad. Seguramente, recogerían al grupo al que dejaron en el poblado y regresarían de donde hubiesen venido. No podíamos estar más equivocados.
Sus caras reflejaban el orgullo y satisfacción de haber vencido. Los animales sobre los que montaban cargaban también con grandes sacos. El que parecía el jefe, ataviado con una espléndida armadura que deslumbraba entre las otras, empezó a hablar con la cuadrilla que había permanecido en la aldea. Tras una larga charla, el pequeño grupo dirigió al resto de la compañía hacia nuestras humildes reservas. Según parecía, no habían estado tan inactivos como sospechamos. Tras extraer todo lo que consideraron de valor, el pequeño grupo que se había mantenido a nuestra costa esos últimos 6 meses se unió al resto.
Cuando ya estaban dispuestos a partir, los sabios de nuestra tribu se interpusieron en su camino. Por medio de señas, intentaron hacer comprender a aquellos individuos que lo que habían cogido sin permiso les pertenecía. Al principio los guerreros los ignoraron, pero al ver que insistían y que no se movían, el líder hizo ademán a sus hombres de que desenvainaran sus espadas.
El terror y las desesperación se apoderaron de la aldea. Los bárbaros no se detuvieron ante nada: mujeres, niños, ancianos... nadie pudo escapar a su furia. Los gritos y llantos eran acallados por el fragor de sus devastadoras armas de fuego.
Al cabo de diez minutos, la aldea estaba bañada en sangre. Mis padres y hermanas estaban entre ellos, y ni siquiera pude despedirme de ellos ni verlos una última vez.
Supongo que no era tan valiente. Huí. Escapé del poblado, dejando atrás mis recuerdos y todo lo que alguna vez había amado.

Ya recuperado, me dispuse a levantarme. En ese momento sentí un agudo pinchazo en el costado derecho y caí al suelo de nuevo. A duras penas pude girarme para ver que uno de esos sanguinarios hombres me había atravesado con su sable. Se acercó a mí con paso firme y seguro, se agachó y me arrancó el collar de piedras que llevaba conmigo. Luego se marchó y se reunió con el grupo de soldados.
En cierto modo, me sentía aliviado de estar de nuevo entre mis amigos y familiares. Así que decidí no pensar más, cerré los ojos, y dormí.