martes, octubre 10, 2006

La victoria de Prometeo

Todavía me estremezco cuando recreo en mi mente las escenas de tan encarnizada contienda. De todos modos me sigue llenando de orgullo el recordarla. Fue la única ocasión en mi vida en la que, realmente, percibí a Ares en los ojos de aquel hombre. Y estaba de nuestro lado.
Ese mismo día Helios nos bendijo con un deslumbrante cielo, inmaculado como pocas veces lo habíamos visto. Se podía apreciar perfectamente desde nuestra posición el reflejo de su majestuoso carro sobre el aterciopelado Mar Medi Terraneum, como ellos lo llamaban. Poseidón también fue generoso, y nos brindó un océano sereno, imperturbable. Los dioses no nos hubieran rendido tales honores si no conociesen de antemano el histórico evento que iban a presenciar.
Poco a poco se acercaban los navíos invasores. La fuerza marítima de la República, sin duda, impresionaba. Enormes embarcaciones provistas de centenares de arqueros, dispuestos a entregar su vida por Roma y por Marcelo. Nosotros permanecíamos inmóviles, atentos al movimiento del enemigo. Al fin, los barcos se detuvieron. Tras un corto silencio, empezamos a advertir actividad en el interior de las naves enemigas. Los siracusanos observábamos, quietos.
Entonces empezamos a oír el sonido de los arcos tensándose. Dispararon una primera ráfaga, pero supimos cubrirnos a tiempo. No hubo prácticamente heridos. En aquel momento, apareció entre nuestras filas un hombre de expresión despreocupada, aunque profunda y decidida. Tras una señal, surgieron de las murallas unos grandes aparatos, complejos en apariencia. Por lo que pudimos ver los que no sabíamos de su existencia, también eran tremendamente eficaces. Inmensos bloques de piedra se precipitaban contra los barcos del enemigo. Sorprendidos, observábamos además cómo unos enormes mecanismos elevaban las naves y las arrojaban contra las aguzadas rocas de las murallas. Otros ingeniosos artilugios arremetían contra esas mismas naves desde el muro y las hundían dejando caer enormes pesos. Los desmoralizados romanos no imaginaban el final que les esperaba. "¡Traed las lentes!", ordenó el sabio. Y entonces asomaron cincuenta enormes espejos cóncavos. Vimos maravillados cómo, mediante el simple reflejo del sol, consiguió hacer brotar encrespadas llamas de los agónicos bajeles enemigos.
El maestro Arquímedes volvió por donde vino, absorto en algún problema geométrico, entre los gritos de euforia de nuestros compatriotas y los lamentos de los romanos que se echaban al agua para salvar sus vidas. Ese día, vencimos.